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Estatua de Marte |
No son pocos los momentos de la historia en los que se han ignorado los derechos humanos con el fin de hacer la guerra.
Tanto es así que el ser humano tuvo el prodigio de crear la violencia organizada y legitimizada mucho antes de que se determinase siquiera la existencia de tales derechos fundamentales.
Y es que el homo sapiens es un ser de acción y reacción, capaz de cometer las peores barbaries con flacas justificaciones, ya sean propias de impulsos descontrolados o de un crudo pragmatismo.
Sin embargo, por muy hostil que nos haga nuestro comportamiento depredador, seguimos siendo animales sociales; programados para preferir la diplomacia a las armas. Esto posiciona a la guerra como un estado de excepción, y no la regla.
Es por ello que nuestras sociedades están construidas para la paz, con unas leyes y sistemas económicos diseñados a su semejanza.
Debido precisamente a esta falta de normas (y la escasa demanda de estas) en época de conquista y rebelión, a lo largo de la historia gobiernos democráticos y tiránicos por igual han declarado la Ley marcial (que viene a significar imponer la regla suprema del mundo sin normas, legitimadora del Estado para que este pueda hacer y deshacer a su antojo) y se han apoderado de la vida de sus ciudadanos incluyendo, por supuesto, su economía; porque sin dinero se acaban tanto los rifles como los soldados.
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Homs, Siria |
Pero abandonemos las cuestiones antropológicas y políticas para centrarnos en datos actuales, reflejos de cómo esta realidad afecta a nuestro bienestar.
Durante lo que llevamos transcurrido del siglo XXI, el pueblo de los Estados Unidos de América (la mayor economía del mundo) ha perdido 4'66 billones de dólares en la industria militar.
Sólo en 2012, el impacto negativo de la guerra fue del 11% del PIB global (9'46 billones de dólares).
Es cierto que sólo hay que echarle un breve vistazo a la evolución del gasto militar para concluir que vamos por el buen camino, aproximándonos a un futuro que hace tan sólo cuarenta años parecía utópico.
Aún así nos queda mucho por hacer. Seguimos hablando de 1'76 billones de dólares (el 2'177% de la economía mundial) que podrían ser invertidos en escuelas, hospitales y centros de investigación; toda una fortuna que debería ser empleada en mejorar nuestras vidas, no en destruirlas.
Por Juan Márquez Sánchez
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